Para
cierta mirada, la brevedad aterra. Como lo hace el infinito. El cosmos extenso
o el vacío total. ¿No son una y la misma realidad, abismo e infinitud? El
abismo caótico y sin fronteras, ¿no fue acaso leído como nada, por el pensamiento helénico, que interpretó los relatos cosmogónicos
hebreos? Así la creación se convirtió en una suerte de ejercicio de
ordenamiento del mundo. Así fueron señalados los ritmos de la naturaleza,
definido el marco de la existencia y establecidos los parámetros de la ruta
vital.
El
minimalismo en el arte es aterrador. Como lo es, en particular, en la
literatura, y más específicamente en el poema breve. Roland Barthes (El imperio de los signos, Mondadori, Barcelona
1990, 100-112) considera al haiku japonés una aventura lingüística, un arriesgo
salto hacia lo anterior al lenguaje, y le atribuye una metafísica cercana al
budimo zen, sin sujeto –vaciado del alma parlachenta-
y sin Dios.
Y
es que el apuntamiento a la brevedad puede ocasionar lo que excelentemente
metaforiza B. Brecht en un memorable relato corto, pero no tan mínimo,
titulado, en la versión leída en mi juventud y que ahora evoco, Materia y Forma; relato en el que narra
la aventura del jardinero que, con pretensión de darle la forma exquisita a un
seto ornamental, lo va dejando tan sin hojas y, luego, tan sin ramas que, ya en
su puro tronco, dejó de ser seto.
Materia
y forma van de la mano, podríamos pensar. El poema breve no lo puede ser tanto
que desaparezca en la síntesis perfecta, no puede ser tan breve que pierda
totalmente contenido, que se haga nada. ¿O tal vez este sería el límite del
poema, su tendencia a cero, su carácter asintótico? ¿Surgirá de ahí su carácter
misterioso y aterrador?
Es
algo similar a lo que se percibe en cierto cine de autor. Las películas de
Tarkovski (y algunas de Aronofski o Godard) son paradigmáticas. Dicen tanto
para algunos de sus seguidores consecuentes, como dicen nada para sus
detractores. Unos ven sugerentes significados tras el símbolo o el silencio,
como otros solo perciben elipsis y narrativa hueca. Así sucede incluso con películas
de corte tan diferente como pueden ser Guerra Fría, del polaco Pawlikowski
o Clímax, de Gaspar Noé. Muchos de los significados dependen del que las mira.
Su sentido depende, en buena medida, de lo que se quiera extraer de ella. Las
elipsis y aperturas permiten ser llenadas a gusto del intérprete -dirán. ¿Se
trata, tal vez, de abandonarse al ritmo de las sensaciones? ¿Se trata solamente
de abrir la razón a nuevos modos de experiencia sensitiva? Y, si se trata de
algo más, ¿en qué consistirá el proceso de vaciamiento que permita entrar en el
mundo nuevo del autor? ¿Es humanamente, psicológicamente, tal vaciamiento? Y,
al fin y al cabo, si se entra en un nuevo modo, ¿no quedó frustrada la
intención del vaciamiento?
Volviendo
a los desafíos de la espiritualidad “minimalista”, ¿no estaríamos cerca de los
místicos de la nada y el no saber? Juan de la Cruz, Teresa, Maestro Eckhart,
Tautero, Suso…, ¿no estamos a mano con Schopenhauer? Difíciles vías para el
espíritu humano.
Evoco
mis lecturas de Georges Didi-Huberman. Lo
que vemos, lo que nos mira. Y las pongo en diálogo con Juan de la Cruz. Las
cosas nos son presentes en lo que de simples tienen –afirma el autor. Los cubos
negros quisieron ser lo más simple y lo más presente en su austera figuración.
Los místicos han intentado acercarse a la vida en su simplicidad. Dios ha sido
para ellos “la cosa” más simple, más desprovista. En el desasimiento de las
cosas encontraban al Pleno. Las cosas nos son ausentes. En la noche oscura de
los místicos se revela esa ausencia. Juan de las Cruz lo expresa repetidas
veces: noche oscura, en la que “nadie me veía, ni yo miraba cosa”; ausencia del
amado, “salí tras ti clamando y eras ido”; “por aquí ya no hay camino”, en la
subida al Monte Carmelo. Smith experimenta la noche oscura en la autopista de
Nueva Jersey. No hay luz ni señalizaciones; tan solo asfalto. El recorrido fue
revelador de una nueva realidad, definida, pero no reconocida socialmente. Para
Juan y para Smith, en la ausencia se revela una nueva realidad: una presencia
que inaugura de algún modo sentido. Si emprender el camino espiritual de
vaciamiento místico puede resultar las más de las veces aterrador, emparentar
los ejercicios artísticos minimalistas con los de la vía espiritual, así mismo
ha de resultar…
Con
estos referentes en arte y espiritualidad, volvemos a la pregunta: ¿Qué hay entonces
con la pretensión de absolutez –o de vacío- del poema breve? En días recientes
un artista amigo (Rukleman Soto) posteó en las redes sociales el texto poético
de Margarite Yourcenar, Los 33 nombres de
Dios. Entre los comentaristas del chat, hay quien se mostraba escéptico
ante tal modo de poetizar. Dice tan poco que todo se puede decir a partir de ahí.
Todo y nada. Otros le refutaban, remitiéndole al necesario ejercicio
hermenéutico, a abrirse paso tras la palabra, rajándola, penetrándola. La
imagen de la rajadura…. permite profundizar, encontrar el sentido, oculto en el
texto, pero tal vez más allá del texto, finalmente, nueva creación.
¿Qué
tiene esto de aterrador? El terror de lo sagrado –habrá quienes digan, en
continuidad con los hallazgos de la historia de las religiones de principios de
siglo XX (R. Otto, M. Eliade…). O es posible que el terror se disipe en el gozo
del abandono.
No
conforme con este “vacío” asignado al poema breve, José Miguel Navas, en el prólogo a la reciente selección de 25 poemas breves de la
poeta venezolana Wafi Salih (Serena en la
plenitud, LP5 Editora, 2020), destaca su carácter revitalizador y estético,
así como su dimensión pasional, a partir de las experiencias de sufrimiento y
guerra de esta escritora de raíz libanesa. Pretende condensar su sentido en un
poema “que da luz a los miles que ella ha escrito”: Yo Wafi Salih / un haikú
con espinas / sobre el mundo. Resalta aquí su carácter pasional.
¿En
qué quedamos, entonces? ¿Vacío o pasión? Complejicemos un poco más el asunto,
agregando otra perspectiva para el poema breve. En el ensayo Satori, el
pensador Byung-Chul Hang (Buen
entretenimiento, Herder 2018) realiza un acercamiento al haiku, no como
pasión ni estética lingüística, tampoco como vacío, sino como juego divertido. En
su texto se lee:
En Japón rara vez se asocia el haiku con aquella empresa seria y espiritual de poner fin a la palabrería del alma. La recepción del haiku en occidente apenas se da cuenta de que el haiku es sobre todo juego y entretenimiento, ni de que, en lugar de retirarse al desierto del significado, también rezuma gracia y humor. Haiku significa literalmente «poema de broma». Originalmente es el verso inicial de diecisiete sílabas (Hokku) del poema encadenado Haikai-Renga. Haikai también significa «chiste». Los contenidos de este poema encadenado son chistosos, humorísticos y en ocasiones también obscenos. Sirve sobre todo para alegrar y regocijar.
De
este regocijo, u otro similar apropiado a nuestros espacios y tiempos, surge el
nakú tequense, cuyo origen y evolución primera refiere en admirable crónica
urbana el escritor Rúkleman Soto, “Nakú: una crónica del hiperinstante”, en la
que se resalta el carácter lúdico de la propuesta (sin dejar de mencionar a Barthes
y su “grado cero”).
Por
otro lado, yo mismo di cuenta de la asociación de la obra de poemas breves Cielos Descalzos, de Wafi Salih, con el
ejercicio lúdico.
Poesía,
socialización y juego se me hace cercano. Recuerdo la anécdota por la que perdí
algunas coplas escritas a mis 12 años. En ellas involucraba jocosamente a buena
parte de mis compañeros de aula, y las concluía con cuatros versos destinados
al religioso que nos dirigía el momento del clásico solfeo: Do-si do-si
do-re-mi Do-mi-re-do-si-la… Me incomodé un tanto cuando nos sorprendió
riéndonos de aquellas ocurrencias, y nos requisó el escrito, pues había
utilizado en mi rima final un apodo que le dábamos. Sin embargo, en la era de
los castigos severos, ni un regaño recibí. Tan solo perdí mis juegos de
lenguaje. Y es que el maestro de solfeo, Eduardo, era un venerable pacífico y
risueño. Así al menos lo recuerdo.
No
soy quien para dogmatizar, ni sobre haiku, ni sobre poema breve, ni sobre cosa
alguna. Así que todos estos acercamientos me resultan sugerentes. El camino de
Barthes, o los lectores de Margarite, consistente en traspasar el lenguaje del poema
breve hasta su nada; el camino de Wafi Salih, en la lectura que de ella hace
José Miguel Navas, camino de reencuentro con la vida y su filo pasional; o el
camino de Byung, el mismo de la Wafi de Cielos
Descalzos, o los contertulios del nakú, para quienes la esencia del poema
breve está en el regocijo del encuentro convivial. Con una pizca de todo esto
viene cargada nuestra breve palabra.
http://accesalud.femexer.org/frente-al-abismo-lo-unico-que-podemos-hacer-es-aprender-a-volar/
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