Sobre De áridas soledades (1998-2006); en Hilos de cocuiza, de Noris Saavedra Sánchez.
Conocí a Norys recientemente. Conocerla es conocer la tierra larense. Su vertiente genuina. A Norys la marca su raíz nativa originaria.
Como en una toma de distancia prudente con sus textos, me puso sobre aviso de que su antología publicada por Monte Ávila ya tiene unos años. No obstante, me dispuse a leerla. La antología Hilos de Cocuiza (con los que tejía su abuela, me cuenta Norys) se abre con este primer poemario De áridas soledades.
Ser mujer, ser tierra, ser una con la vida toda, dolerse, tener esperanza y perdonar, son ejes que permiten recorrer sus poemas sin perderla de vista. Norys respira en sus poemas.
La relación
estrecha que se establece entre el propio cuerpo y la naturaleza lo anuncia el
epígrafe de Pavese a la obra antológica. Del poema se sale “más desnudo que
antes”, solo la desnudez del propio cuerpo retrasa la decisión de disolución en
una naturaleza también desnuda –bosque, tronco, espina- (página 3, Hilos de
Cocuiza, Monte Ávila, Caracas 2009).
El cuerpo se
muestra con frecuente sufriente. Piel lacerada (20), cuerpo con fogajes (15),
cuerpo en cocción salado por palabras (27), piel cocinándose (42). Parecen ser
los sufrimientos acumulados a través del fluir de los siglos en el cuerpo de la
mujer.
Parto, óvulo,
sangre menstrual deambulan en los textos. Con más claridad se marca
especificidad: se trata del cuerpo de la mujer. Algo críptico, atrevidas las
imágenes, sin embargo, no deja dudas en su hemoerotismo, el siguiente poema
(47):
La sangre se
entibia
en tu boca
haciendo buches
con mi deseo.
Más allá, en mi
vientre
los enjambres de
abejas
esparcen su polen
en la sangre
que es chorro en
mi dedo
el que te he
ofrecido.
La sangre que se ofrenda
generosamente
Que es lluvia
Río menudo
que te nutre
generosamente
Que es lluvia
Río menudo
que te nutre
Me gusta verlo en
paralelo con el epígrafe tomado de Luis Alberto Crespo (9). Boca, don del agua
y ofrenda de sangre, generosidad y su contrapartida: insaciabilidad, lo menudo
y lo efímero….
El agua anda
conmigo
Haz que yo viva en
un desierto
para dártela
Serías mi boca
lo insaciable de
lo efímero.
La relación del
cuerpo con la tierra y su fecundidad se establece en los poemas 11 y 26: la
tierra ha de parir… la sangre es mi luna (11), un semeruco por óvulo (26).
En el siguiente
poema –uno de mis preferidos- (53) el juego con la palabra parto, entre partirse
(romperse), repartirse (darse), parir y darse a luz, permite los maravillosos
vínculos que se establecen con la tierra húmeda, fecunda, y la propia
conciencia existencial.
Si me parto
mudo de sangre
mudo los ojos
por los de la
lluvia
Si me parto
ves el sudor que
vierte la tierra
Si me parto
trasmuto
me hundo en
bosques
Si me parto
me doy a mí misma
Me doy a luz
sin remedio
La relación lluvia y tierra, es frecuente entre los poetas. Recuerdo al poeta y profeta hebreo del siglo V (trito-Isaías 55, 10-11).
Como la lluvia y
la nieve caen del cielo,
y no vuelven allá
vacías,
sino que riegan la
tierra
y la hacen
germinar
y dan semilla y
pan
Así mi palabra….
Y, sin embargo,
Norys sabe recrearla desde su propia región larense. Aquí, la tierra soleada tiene
sabor a muerte (13). Los niños aún no lo saben, la encuentran con sabor a
mandarina (28). Los ancestros recitaban “coplas a la tierra / para que lloviera”
(31). La lluvia es un deseo ausente (46).
Calor insomne
arrebata la casa
en días tupidos
de penas anudadas
Calor insomne
Sopor helado
¿Y dónde
estará la lluvia?
Y no se trata tan
solo del agua, de una naturaleza al margen de lo humano. En su ausencia se
hacen visibles las penas, la muerte = piedra-tierra-sol (13).
La lluvia se lleva
los malos agüeros: se los lleva a todos (45). Con la lluvia es otra cosa la
vida, se hace más ligera, hasta el río nos habla: “Desentiéndete”, “¡Andando!”
(23). Bella imagen la de la niña descalza y su andar en volandas…
Hoja que trae
lluvia
Me descalzo
y piso brisa
El árbol es imagen
de los ancestros y la tierra en que nos anclamos. Ahí encontramos descanso y
sentido. Si aún sentimos el placer de mecernos, en el lugar de la infancia; si
aún hallamos sosiego en medio del sufrimiento; es por la raíz que nos soporta
en firme (38).
Es en una raíz
donde te acuna
un árbol
El árbol es la
también imagen del amor, en su doble vertiente de deseo y dolor aparejado:
Cruces sedientas de amor (32), plantado en tierra (52).
El sufrimiento,
recogido ya en lo que antecede, se refuerza con esta imagen de la sequedad,
esponja, torta horneada que crece (42):
Seca me dejas
con pétalos
de piel
cocinándose
en el horno
Esponjándose
de sequedad
Y con esta
impactante imagen, tan fácilmente visual para el viajero de la autopista
Lara-Zulia, se remite a los dolores íntimos, los del corazón, y a su “dieta”
sanadora de sal.
He visto
secar el corazón
al sol
Un cuero de chivo
que sucumbe
a la agonía
Debe ser
un corazón
reciente
Tierna carne para
comer
Secar el corazón
para colgarlo
y echarle sal
Las cabras, tan
omnipresentes en los sequedales, de modo tal que son las quebradas las que las bordean,
“balan en su agonía” (44), “pastan / sudor, sangre y sacrificios” (26).
La relación de
estas cabras con la propia vida, con la sangre menstrual, con el acto de parir,
se establece con la palabra en-cabr-itar. Con la misma etimología que cabra,
hace referencia, en sentido figurado, a la molestia, el enfado, la bravura… Es
el primer poema (11), que sirve de antesala a todos los ejes referidos hasta el
momento: el cuerpo, el sufrimiento, la tierra. Desde el primer momento aparece
la necesidad de clamar el malestar.
Encabritada
es la palabra
que suena
a que la tierra
ha de parir
Encabritada diría
cuando la sangre
es mi luna cerrada
Antes los males
que acarrea la vida, las actitudes pueden ser diversas. Tal vez, la espera de
“la vieja muerte” (45); o algo más: la esperanza, hecha con frecuencia “de
clavos y golpes”, como para no olvidar la tierra –parece decir la poeta-; o
hecha mirada apaciguada:
…en el corral
los chivos miran
Las almas esperan
una estrella
Incluso “el hijo”,
“Espera / el eclipse” (33), aludiendo tal vez, a soluciones mágicas.
Entre
encabritamiento y esperanza inútil, el poemario se cierra con el perdón. La
madre ha sabido y enseñado, pacientemente, a tejer perdones (15). Hay un
“Entonces…”, en el que se hace necesario. Hay el tiempo para encabritarse y el
tiempo para el perdón, hasta para el perdón más ancestral.
Por allí
hay una abeja
que desanda las
piedras
Patea
como el pájaro que
se ahoga
Entonces
hay que abocarse
al viento
Dirigir las manos
Perdonar muertos
en estas áridas
soledades
“Dirigir las
manos” es actitud pertinente agregada. Sin pretender moralidades excesivas el
poemario termina en el acto del perdón y el “manos a la obra”. Y resuena el eco
del río: “¡Andando!”.