Es un
libro contemplativo, casi místico. A semejanza de los haikus orientales,
liberada la forma, las palabras poéticas fijan su acento en la montaña. Doce
veces se nombra en estos 70 poemas breves. Y la montaña es fuerza, es un verde,
es hogar que a nadie exilia. Mas de repente echa a volar.
El
verde-paisaje se hace hierba, pastizal, hoja tierna, trébol, helecho, espiga,
tallo, caña, cañaveral, bambú. Se hace árbol: mango, eucalipto, araguaney…
árbol ensimismado.
Se vuelve
flor: rosa del Ávila, azucena… pétalo amarillo, jardín… y luego fruto.
El árbol
vierte su agua. El árbol-montaña es ahora piedra de agua, corazón de agua,
rumor de cascadas, cristalino torrente, río, oasis, agua mansa, gota de rocío,
escarcha…
Y la luna
se mira en estas aguas, el río es espejo del cielo; estrellas, constelaciones y
Vía Láctea rondan la montaña. La montaña es pozo del paraíso. Cosmos aquí. Tan
cerca.
Como en
toda búsqueda contemplativa, la propuesta estética de Marissa asoma una ética.
Es la ética de la montaña. Sermón de la montaña, verde derramado sobre la
ciudad, facilidad de la entrega, darse entero del árbol, campana que despierta
al pueblo, índice que señala… Corazón de amor que la montaña ofrenda.
Hogar del
caminante, que puede aspirar ahora el olor de la tierra, que puede respirar
meciéndose en el viento. Invitación al camino sin fardos ni equipajes.
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