Ha llamado mi atención esta obra de Elizabeth Schön. Algo de ella me toca. No se trata del esencialismo heideggeriano presente en ella, analizado por Miguel Eduardo Ortiz Rodríguez (2017) 1 . Es algo diferente.
La dedicatoria a un reconocido psiquiatra pone sobre aviso sobre el carácter onírico-simbólico de buena parte de la obra. Por momentos, parecemos estar escuchado un conjunto de sueños narrados desde el diván del psicoanalista. Estos relatos, en tiempo verbal presente 2, revelan la voz de Adela. Es la Adela adulta, que sueña y cuenta. Se observa a sí misma y describe su memoria onírica. Su lenguaje al evocarlos la delata: ya no es aquella niña de ayer. Su lenguaje de adulta es fragmentario, simbólico, poético, sin orden cronológico… En estos relatos en presente predominan las imágenes, los instantes cifrados, los encuentros cargados de misterios, la casi ausencia de diálogos en boca de los protagonistas.
El abuelo, la cesta y el mar –además de título- son tres símbolos centrales, casi arquetípicos, para seguir con sugerencias jungianas. El abuelo se presenta entre juego y risas, en la cercanía del abrazo y del caminar con la nieta, tomados de la mano.
Los vínculos entre abuelos o abuelas, y niños o niñas, y naturaleza, traen a la memoria literaria pronta el relato de Hemingway, El viejo y el mar, pero no es esta obra la que encuentro más próxima a la de Schön, sino algunos textos de escritoras y escritores venezolanos, y eso en razón de su talante de ternura asociada. Pienso en Orlando Araujo, Teresa de la Parra, Mariano Picón Salas, Ana Enriqueta Terán, entre otros.
Más allá de la perspectivas esencialistas, evoco el carácter poético y entrañable de las Cartas a Sebastián 3, de Orlando Araujo, así como su vínculo con la naturaleza. En su primer relato en primera persona, y con un lenguaje amoroso con el que pretende entablar un lazo de amistad y fraternidad con su lector, señala:
Tu abuelo era tan fuerte que desde tan pequeño como tú, hizo un hato de ríos, hizo con él un atajo de lagunas y no quiso hacer el mar porque hasta su muerte vivió enamorado de las aguas dulces.
Mariano Picón Salas escribe en Viaje al amanecer 4 :
…me convertí en el escudero de mi abuelo en sabrosos paseos matinales… Al fondo de uno de esos porteros, sombreados de guamos y pomarrosos, hacemos estación de descanso. Y es entonces cuando mi abuelo cuenta sus cuentos más sabrosos.
Lenguaje amoroso y vínculo con la naturaleza que no son ajenos a Elizabeth Schön 5. Muy por el contrario, se lee en su obra:
…me lleva al mar para que juegue, para que corra, para que ría, …me toma cargada entre sus brazos, …coloca sus manos sobre mis oídos y me abraza, …me toma de la mano y me hace andar, me lanza hacia las olas…
El juego, la risa, el contacto
En estos encuentros de abuelo y nieta, cobra relieve la dimensión lúdica. El juego del abuelo y la nieta pasa por el sumergirse en el agua, por el contacto del agua con la piel, por el choque con las olas….
El abuelo dejaba que el mar lo mojara. Cada vez que un borbollón de agua le caía encima, reía y lo palpaba, como si tocara algo muy sedoso, suave, que le agradaba profundamente.
Cuando menos lo espero el abuelo me lanza hacia las olas. Mi cuerpo íntegro se sumerge dentro de las aguas... Rápidamente el abuelo me saca del agua, me sacude... Sin saber por qué me le arrojo encima. Trato de hundirlo. Lo hundo hasta que las burbujas flotan sobre la espuma. El abuelo se pone de pie velozmente. Pienso en la piedra que se lanza y atraviesa el horizonte. El abuelo sacude su cabeza, ríe. Río. El agua resbala sobre sus espaldas, le invade los ojos totalmente negros. El abuelo sigue riendo y me arroja de nuevo sobre las olas. Las olas me envuelven, me empujan hacia el fondo de piedras…
Además de este contacto juguetón con el agua, está el contacto entre ellos, el abuelo coloca la mano en la frente de Adela, la toma cargada en sus brazos:
Nos detuvimos frente a mi casa. Me colocó la mano en la frente. Vi sus pupilas y me asombró: allí seguía el mar, el cielo, todo.
Yo le digo que estoy triste, es más, le aseguro que deseo estar triste, pero el abuelo no me escucha y me obliga ir la playa. Como a veces me resisto a obedecerle, me toma cargada entre sus brazos y me conduce hacia el mar.
En otra ocasión se repite la risa del abuelo:
Reía. Estaba alegre.
El sencillo juego de recoger y lanzar los almendrones, me recuerda a otro venezolano, que llevó a los almendrones a título de un relato (“Los almendrones de enero”, de José Balza). Balza los evoca cómo árboles de la infancia:
¿Quiere decir que justamente ahora los almendrones de mi aldea se han vuelto distintos, como en mi infancia?
Elizabeth Schön, describe con detalle el juego infantil:
La playa estaba cubierta de almendrones. El abuelo los recogía y después me los daba. Yo miraba el mar, el esplendor, la luna que, arriba, se iba acercando con un aro azul, dorado, hacia donde se dirigían las nubes. Mientras tanto el abuelo recogía los almendrones y me los entregaba. Sin saber por qué empecé a lanzarlos contra las rocas. Ellos se partían y caían sobre la arena; yo pensaba en el día en que las palabras se arrojaran contra las rocas y brotaran las íntimas semillas.
La naturaleza y la vida
Por otra parte, naturaleza y abuelo son una misma vida que se manifiesta ante Adela. El abrazo del abuelo tiene algo de calidez natural, de cobijo, latido y sostén. Es significativo este texto en que sin solución de continuidad se pasa del abrazo del abuelo al abrazo de la brisa y la luz, a la envoltura de la espuma:
De pronto, el abuelo coloca sus manos sobre mis oídos y me abraza. Me le aferro al pecho; pienso en las piedras que están en el fondo del mar. Rápidamente toda la paja de los campos me abraza, toda la brisa, toda la luz me sostienen; todos los árboles, con sus frutos y sus ramajes, laten junto conmigo con la misma perseverancia del mundo que jamás cesa de girar. Voy hacia la lejanía, atravieso el horizonte, penetro en el polen, en las cortezas, en las espinas, sin caer un solo instante. En este preciso segundo el abuelo me toma de la mano y me hace andar. La espuma rodea mis pies…
Douglas Gómez Barrueta (2022), señala:
En el texto… son reiteradas las menciones directas a aspectos de la naturaleza, específicamente al mar y el paisaje que lo circunda: el cielo, la luz, el sol, la arena, las olas, los cangrejos, las ostras, las gaviotas. Así, la voz poética recrea un ambiente que está definitivamente signado por la relación entre el hombre y lo natural.
A medida que avanzan los relatos, más parece el abuelo pegado al mar, al cielo, a las nubes, al sol. Crece su vínculo con la naturaleza, crece simultáneamente su carácter mítico, en un doble sentido temporal: mito originario, genesíaco; y mito escatológico, cósmico. Esta doble perspectiva se revela en este texto, en el que Adela apunta al origen, y el abuelo señala el horizonte.
Me acerqué al oído del abuelo y le dije: —Tú naciste mucho antes que todos los astros y todos los peces y todas las aguas surgieran en el mundo. —Y el abuelo, que jugaba con la arena, rio y me tomó entre sus brazos y me hizo contemplar ese horizonte donde el sol se afincaba para que las nubes se tomaran más rojas, más azules, irás blancas, más redondas.
La fusión del abuelo con la naturaleza se evidencia en algunos otros relatos. Así puede afirmarse que para Adela el abuelo se eterniza en el cosmos. Se ha hecho “todo en todo”.
El abuelo, que ríe aunque la tempestad retumbe en todo el contorno, entra en el mar, en la espuma.
Miro al abuelo; me siento feliz de que su cuerpo crezca entre el aire y las nubes, y que su mano palpe la mía, y sus pies caminen por sobre los rayos que el sol pone diariamente sobre la superficie del mundo.
Respecto al vínculo entre nieta y abuelo, no hay, por tanto, una tesis unívoca en estos textos de Schön: cercanía y distancia parecen convivir. Por momentos tan cercano, no obstante, el alejamiento del abuelo, ese diluirse en el cosmos, a la vez que deja un rastro de intemperie en Adela, revela su felicidad y plenitud. Así se subraya la tensión presencia-ausencia, cobijo protector y libertad.
El abuelo se había marchado pero yo lo seguía viendo, profundamente dormido, con sus manos sobre el pecho y sus ojos que, aún cerrados, me miraban atentos, serenos. Me acerqué a la huella que había dejado su cuerpo en la arena y la toqué: un hondo silencio, muy parecido a la lumbre que acoge, llenó todo mi ser, como si fuese esa agua que se infiltra en la tierra para nutrir las raíces y cubrir de verdor los campos solitarios. Tropecé contra una roca. La roca se esfumó. Vi el mar, el mar estaba oscuro. Pensé en el abuelo. El abuelo estaba lejos, tal vez caminaba junto a los arrecifes.
El papel de las preguntas
Generalmente, el abuelo es de pocas palabras. Se asiste en la obra a momentos de contemplativo silencio:
Y seguíamos andando. A cada paso sentía, con más vigor, lo cálido de su sombra y, cada vez que nos deteníamos, percibía que ella se me ajustaba, se me afincaba más para no abandonarme. No reía ni hablaba. Caminaba serena, contenta. Junto a mí estaba el abuelo; sobre mi cuerpo su sombra toda, su sombra íntegra.
La pregunta de Adela acerca del amor, formulada en un relato-en-presente, queda sin respuesta explícita.
La espuma rodea mis pies; yo le pregunto al abuelo qué es el amor: —¿El amor? —dice; calla, luego agrega—: ¿Acaso te gustaría que fuese como ese mar que continuamente lanza sus aguas hacia todas las orillas?
Sin embargo, Adela espera de este abuelo silencioso una palabra, un mensaje vital, y algo de esto sucede, y vuelve una y otra vez con sus preguntas. Néstor Mendoza (2022) apunta:
Entre el abuelo y ella hay vínculos de sabiduría heredada. El abuelo… ha logrado traspasar esos conocimientos originarios y vitales con la más sencilla expresión. Aprender mientras se recorre la playa: el mar es el aula, la arena es la pizarra y la pluma de un turpial es el lápiz…
Gómez (2021) reitera:
La nieta que conversa con el abuelo posee una mirada que se deslumbra ante la luz, que se abre ante la revelación que es el amor de la familia, la libertad ante la inmensidad del horizonte, del mar, de la vida, de su constante descubrimiento
Douglas Gómez Barrueta (2022), señala: “el abuelo podría entenderse como un mentor y un enlace entre Adela y la naturaleza”. A través del abuelo “Adela cambia su manera de relacionarse con el mundo”, comprende su vínculo con destino de eternidad: “comprendí que nunca moriría, que nunca caería”.
Me gusta obedecer al abuelo, sé que, obedeciéndolo, cumplo con ese destino que se desprende desde cada raíz hacia la copa más alta y más hermosa del mundo. (...)
Además de este sentido revelador de la Naturaleza, que tienen las preguntas y las respuestas, existen algunos matices diferenciados en la forma y frecuencia en que son formuladas y respondidas, diferencias que asoman al prestar atención a los relatos de esta obra narrados formalmente en presente y los narrados en pasado, diferencias marcadas entre la imagen del abuelo que emerge en los relatos-sueños y el abuelo de las memorias-pasado. En estas últimas, el abuelo se vuelve más locuaz. Adela pregunta y el abuelo responde. El abuelo se torna consejero. No es que el abuelo se desate en discursos, que no lo hace; pero sí, ahora surgen algunas respuestas: una indicación, un símbolo, una reflexión y, a veces, un consejo….
A la memoria de Adela adulta llega la consciencia, el abuelo establece ocasionalmente la palabra como consejo o respuesta 6. Pregunta Adela: abuelo ¿qué son la mansedumbre, la estabilidad, el silencio, la libertad, la fuerza, la muerte y la vida, la naturaleza y el universo? Y el abuelo responde, poco a poco y de diversos modos.
Una noche, en la que llovía mucho, le pregunté: ¿Qué es el silencio? Para contestar, aguardó a que concluyera el estrépito del trueno, pero en el preciso instante en que comenzó a hablar otro relámpago alumbró y el trueno estalló.
Le dije: —¿Hay algo más fuerte que una roca? —El abuelo, sin necesidad de hablar, hizo que mirara la luz de la luna y viera las aguas y el espacio íntegro con los astros y las constelaciones titilando. Le pregunté entonces qué era la fuerza; sólo me respondió: —Mira. —Y vi el mundo, el cielo y cuanto en la playa yacía y miré la sombra de mi cuerpo que, junto con la del abuelo, se extendía en la arena para internarse en las aguas y desaparecer en el fondo pedregoso de erizos y corales.
El abuelo caminaba por la playa. Sin saber por qué me así a una de sus manos y le dije: —Algún día moriremos ¿no es cierto? El abuelo me sentó sobre una roca y comenzó a llenar mi cesta con caracoles. —Éste se llama Pedro, éste se llama Mateo, éste se llama Juan...
—¿Por qué en la noche siento que las cosas se ocultan y temen ser vistas? —Pero esa noche la luna alumbraba; se podían ver hasta esos pequeños animales que viven dentro de las conchas. Insistí en la pregunta y el abuelo me dio una de esas flores amarillas que brotan en las enredaderas de la playa.
Una vez más caminábamos por la playa. Le pregunté al abuelo qué era la mansedumbre. Me respondió que la mansedumbre era una de las virtudes más difíciles. Después calló y al cabo de unos instantes agregó: —Cuando se posee la mansedumbre, el alma no teme sino que, lo contrario, se siente segura, plena, colmada de una estabilidad que impide las heridas de todas las espinas.
Veía el mar y pensaba en las espinas, en la libertad. Le pregunté al abuelo si con las espinas se alcanzaba la libertad. El abuelo rio y, sólo después que se calmó, me respondió que con las espinas sólo se lograba ver el vacío, el miedo, que se sustentaba.
Sin saber por qué le pregunté al abuelo qué era la libertad. Él me contestó con una voz tan clara y tan precisa que me hizo pensar en la fruta que, madura, cuelga de la rama. —La libertad surge cuando la voluntad embebida de amor, se descubre muy semejante a un velero que, constantemente, zarpa hacia las costas para entregar su carga.
Esta última palabra, indica con claridad el camino propuesto por el abuelo a la nieta: el de su propia libertad.
Se ha ido generando cierta tensión entre veneración a la tradición y libertad. Adela busca esa palabra, esa cercanía del abuelo, hasta que acepta que el abuelo, estando presente, ya no está, sino que se ha vuelto naturaleza: mar, nubes y aire. Aceptándolo así, Adela continúa su camino de libertad.
En la cesta va la vida
La cesta, y los recipientes en general, representan el útero materno. En diversas corrientes del psicoanálisis la vasija se identifica con el cuerpo femenino o la feminidad. La cesta vacía de la voz poética puede apuntar a una responsabilidad, una tarea vital pendiente. Más precisamente, y en estos relatos de Schön, parece señalar la dimensión de apertura de la existencia, con su especificidad femenina, de la niña Adela que se va haciendo mujer.
Mi cesta está vacía. Un rayo de sol alumbra su círculo de paja. Siento que el oleaje estalla con un ruido que me hace pensar en un inmenso árbol quemándose en el lejano horizonte.
Los recipientes, la cesta en este caso, también representa el inconsciente. En la conocida leyenda griega de la “ánfora-caja de Pandora” cuando la joven levantó la tapa, salieron todos los males ocultos. La ubicación nocturna de la cesta, junto a la cama de Adela, y al lado de una cajita, indica las emociones y aprendizajes guardados al fin del día. También apunta a lo íntimo, lo secreto, algo de misterio sin respuestas. En una anti-lectura del mito, la cesta se abre como en un avanzar de la vida, en camino propio y sorprendente, siempre nuevo, con luces y sombras, entradas y salidas, cintas y espinas….
La cajita que coloco al lado de mi cesta durmió anoche sobre el alféizar; un pájaro le marcó, en su empolvada tapa, las huellas de sus patas, y yo miro la red que ayer lanzó el abuelo hacia las aguas y que extrajo cubierta de algas y caracoles negros. Me pregunto si el mar...
Sé que deje mi cesta junto a mi cama. El abuelo estará hurgando dentro de ella y sólo hallará la hebilla de zapatos que ayer recogí en la playa y que pondré en mis botas para que vuelva a ser el lugar de descanso para el polvo, para los rayos del sol.
El abuelo acariciaba su cuchillo de cacería. Yo jugaba con las cintas que había metido dentro de la cesta y me decía que tenía que decírselo todo, todo cuanto guardo conmigo y a nadie comunico…
Las más de las veces la cesta se muestra guardando algo que apreciamos. Adela guarda en ella cintas, el abuelo juega con ella, llenando la cesta de caracoles o cangrejos, que luego salen de la cesta, Adela introduce en la cesta espinas, buena excusa para seguir jugando el abuelo a los aprendizajes de la vida:
Me dijo que recogiera la cesta. La recogí. Con gran sorpresa vi que los cangrejos se habían escapado y, como arañas, corrían a esconderse dentro de las piedras. Nada dije, dejé que se escondieran. El abuelo dice que nunca intente detener la dirección de algo que camina hacia su propio lugar; prefiere que me parezca a esas orillas de los ríos por donde se deslizan las aguas hacia el mar.
Había llenado mi cesta con espinas. Cogí una y se la di al abuelo. La espina era larga y tenía una punta muy aguda. El abuelo comenzó a acariciarla. —¡Cuidado, te puede herir! —le dije asustada pero rio y riendo me dijo: —¿Por qué le temes a las espinas? Las espinas no son otra cosa que valles muy secos, muy áridos que, desesperadamente, buscan el agua fresca del río.
Es la vida misma la que va en la cesta. “La cesta guarda un código cercano al mar, depende de él y en cierta forma se subordina. La cesta no es un juguete y un accesorio: es el equipaje, una extensión corporal para Adela.” –dirá Néstor Mendoza. Efectivamente, en el juego de abuelo y Adela con la cesta se van revelando sentidos nuevos de la vida.
El abuelo me sentó sobre una roca y comenzó a llenar mi cesta con caracoles.
—Éste se llama Pedro, éste se llama Mateo, éste se llama Juan. —Y así fue dándole un nombre a cada cara col que metía dentro de la cesta, pero como se llenaba de caracoles, pesó mucho y cayó sobre las aguas. Vi cómo los caracoles se salían y se hundían en la profundidad del mar. El oleaje arrastró la cesta hacia el abuelo y el abuelo la recogió. —¿La volvemos a llenar? —preguntó y de nuevo comenzó a llenarla y darle un nombre a cada caracol mientras el sol se detenía en el centro del cielo y la cesta se llenaba y, como pesaba mucho, volvía a caer en las aguas y volvían los caracoles a hundirse en el fondo arenoso donde los rayos del sol traspasaban hacia arenas más hondas, que no veía.
¿Cuántos cangrejos cogimos? No sé. Los metimos dentro de la cesta y nos detuvimos junto al oleaje. La espuma nos salpicaba. El abuelo dejaba que el mar lo mojara. Cada vez que un borbollón de agua le caía encima, reía y lo palpaba, como si tocara algo muy sedoso, suave, que le agradaba profundamente. Los cangrejos se querían salir de la cesta pero yo, con un leve golpe contra sus caparazones, hacía que cayeran de nuevo en la cesta; veía entonces que sus tenazas se confundían unas con otras y sus colores se mezclaban, se unían; yo pensaba que un gran pájaro, con un enorme plumaje, estaba naciendo…
Un momento después, ya no es el abuelo el que juega con Adela a llenar la cesta. Adela lanza la cesta al mar. Se lanza ella misma a lo nuevo, a la aventura de la libertad, a un nuevo relacionamiento con el mundo, con la naturaleza y la vida.
Adela se descubre libre, autónoma. En el soltar la cesta, no la pierde, sino que, al contrario, experimenten el triunfo de su libertad. Lanza la cesta, se pierde en el horizonte, la atrapa de nuevo.
Lanzo la cesta y rueda velozmente por la playa. Miro un escudo, atisbo una tiara. Pienso en el abuelo. Imagino que ya he recorrido toda la playa; pero no, estoy aún sobre la arena. Aspiro la brisa. Miro las olas. Palmoteo. El abuelo me mira. El abuelo me habla, ¡estoy con el abuelo!
Sé que el abuelo va a preguntar por mi cesta y ¿qué voy a contestarle si el viento la arrastró hacia el horizonte?
¡El mar, mi cesta y la arena que crecen y se amplían y se enredan a las estrellas y quedan allí, aprisionados por el cielo y ansiosos de no bajar más a la tierra!
Le pregunto al abuelo por qué el mar, mi cesta y la arena, quieren permanecer dentro del cielo y no bajar más a la tierra. El abuelo no responde, toma mi mano derecha, la abre, le coloca algo que pesa; inmediatamente cierro la mano para que eso no se caiga y se rompa.
Y la colocó de nuevo en la cesta. Vi el mar, el mar era inmenso. Rápidamente cogí mi cesta llena de espinas y la lancé hacia la espuma totalmente poblada de sol y viento
–No perdí mi cesta, no la perdí, pude cogerla, pude atraparla. ¡Triunfé, sí, triunfé yo sola!
Referido a estas experiencias de Adela con la cesta, afirma Douglas Gómez Barrueta (2021), en clave existencialista 7: “pareciéramos estar ante el entendimiento de Adela sobre la unión de la naturaleza, lo humano y las fuerzas divinas”.
No me parecen Gómez, ni Ortiz, a cuya tesis me he referido al inicio de este ensayo, desacertados en sus análisis. Tan sólo baste concluir que, frente a estas lecturas de la obra de Schön, más existencialistas y naturalistas, he pretendido arrojar algunas miradas transversales, desde lo femenino, los detalles afectivos y lúdicos, y la tensión entre tradición y libertad en el marco de la maduración personal, las diversidades culturales, y las decisiones vitales de los sujetos; resaltando en mi lectura la dimensión onírica, y una perspectiva más latino-caribeña.
Algunos extractos más de la obra
En la playa, mientras me quito la arena del mar, le pregunto al abuelo en qué consiste la tristeza que, de pronto, inmoviliza y, de pronto, se siente tan liviana como el aire. El abuelo no presta atención. Se seca el cuerpo, se arranca las algas. Mira hacia el mar, hacia las olas que se elevan transparentes, recias, y luego se desploman, inundando de blancura toda la ancha faja de la orilla.
Le pregunto al abuelo por qué el mar, mi cesta y la arena, quieren permanecer dentro del cielo y no bajar más a la tierra. El abuelo no responde, toma mi mano derecha, la abre, le coloca algo que pesa; inmediatamente cierro la mano para que eso no se caiga y se rompa.
Lejos pasa una bandada de gaviotas. Sobre la arena los cangrejos caminan; yo distingo las brújulas que guiaban a los barcos hacia todos los sitios de la tierra y, brusca- mente, le pregunto al abuelo si aún sirven las monedas que el mar retiene en su cuenca.
En ese momento miro el cuerpo largo y blanquecino de la última gaviota. El abuelo me toma de la mano, me conduce hacia el camino... El sol queda atrás, en el horizonte. Me pregunto si es que nunca más debo regresar al mar.
El abuelo dice que nunca intente detener la dirección de algo que camina hacia su propio lugar.
Contra el horizonte la figura del abuelo se destacaba nítida, precisa, como una gran cruz que alguien hubiese clavado sobre la arena.
Vi al abuelo, vi sus ojos que siempre me hacen pensar en el resplandor de todas las aguas del mundo.
Me alegré. En el mar un velamen se esponjaba blanco, amplio... iba hacia otras costas.
Ya no tenía dudas acerca de las espinas. La mansedumbre, la estabilidad, eran necesarias para tocarlas sin necesidad de que sus puntas se enterrasen en la piel.
Al día siguiente cuando desperté y me palpé el cuerpo, comprendí que nunca moriría, que nunca caería; una sombra me cercaba, una sombra me rodeaba con la misma firmeza y la misma ternura con que la paja de los nidos abriga a los pichones acabados de nacer.
Referencias
Miguel Eduardo Ortiz Rodríguez (2017). La “Palabra Esencial” en El abuelo, la cesta y el mar, de Elizabeth Schon. Caracas. UCAB.
Douglas Gómez Barrueta, lunes 29 de noviembre de 2021. El abuelo, la cesta y el mar de Elizabeth Schön: luz de la infancia que acompaña la vida.
http://elcautivo.net/2021/11/29/el-abuelo-la-cesta-y-el-mar-de-elizabeth-schon-luz-de-la-infancia-que-acompana-la-vida-douglas-gomez-barrueta/
Néstor Mendoza. Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana. Estival Digital Venezuela 2022, pp. 99-104.
https://issuu.com/juan.martins1/docs/alfabeto_de_humo_versi_n_terminada
Notas:
[1] En la importante tesis: La
“Palabra Esencial” en El abuelo, la cesta y el mar, de Elizabeth
Schon. Caracas. UCAB. En ella destaca, entre otros, algunos aportes de
Arráiz Lucca y Bárbara Russoto: “el eje temático del Ser, alrededor del que
gira su indagación, y, por otra parte, aunque de ninguna manera desvinculada,
la investigación de lo humano desde la relación del hombre con la naturaleza, con
el cosmos”, “la carga narrativa sin dejar de lado la poética”, “confía más en
la metáfora que en el concepto” y “un
explícito carácter alegórico, del cual pareciera desprenderse el carácter ético
que propone el texto”. Una “poesía en prosa en la que se trabaja con la dupla
mítica del maestro y el alumno, esta vez ejemplificado en el abuelo y el nieto,
el viejo que le abre los ojos al niño.” Con Heidegger como referente primordial
sigue desarrollando toda su tesis. Aquí describo otros derroteros de análisis.
[2] Es de interés percibir los tiempos verbales alternos de los
relatos. El presente y el pasado se van intercalando a la largo de toda la
obra. Los relatos en presente, más semejantes al contar de un sueño; y los del
pasado, al modo de una memoria personal.
[3] Monte Ávila, Caracas 2007, p. 7.
[4] Panapo, Caracas 1987, p. 33.
[5] En esta tónica, recientemente ha llamado mi atención el poema
“Santa Bruja” de la poeta Eloísa Soto, en el que se resaltan los vínculos de
discipulado niña-madrina, la danza y el canto, el agua, y los cuerpos (Caballo
final, Fundarte, 2022).
[6] Resalto en mi interpretación esta doble narrativa. Por un lado,
textos narrados en presente, como si de se tratara de lo vivido en un sueño,
revelación de lo inconsciente, con el personaje de niña como protagonista. Por
otro lado, textos narrados en pasado, como en ejercicio de memoria de un sujeto
adulto, que evoca su infancia, conscientemente, y los que la palabra-consejo
cobra una fuerza mayor. La imagen-símbolo cede a la palabra-interpretante.
[7] A la zaga de Ortiz (2017).